Con el latido acelerado y los ojos desorbitados observa el mundo. Y es cierto, es duro y frío.
Incomprensible a los ojos de una adolescente que acaba de abrir los ojos. Con las extremidades doloridas por la transición lenta y tortuosa. Muerta de miedo por el movimiento interior que empieza a desarrollarse. De pronto es crítica, reprocha y se queja más de la cuenta, mira con ojos escépticos las cosas que antes le eran indiferentes. Escucha y se posiciona.
El mundo ya no es el mismo desde que abrió los ojos y se abrió a si misma, ya no hay vuelta atrás. La metamorfosis duele en lo más hondo, y chillar, retorcerse o ir en contra de todo no alivia. El silencio y la paciencia se hacen una norma.
Los demonios reptan por su interior y desgarran velos que tapaban antiguas cicatrices, la sangre brota sin piedad de las cicatrices recordadas. Todos se confunde, todo se mezcla y se pierde a si misma en medio del cambio. El tiempo huye con su infancia arrebatada. El cambio empieza dentro y fuera, no hay marcha atrás. O te levantas o te dejas arrastrar.