Esperaba todos los días unos segundos antes de dormirme para rebuscar indicios en mi memoria.
Pero todo estaba en calma, tan inofensivo y pacífico...
Caminábamos entre arte y tinieblas. No estaba muy segura de que buscábamos entre aquellos papeles arrugados ni entre los disparos perdidos.
Cuando vi su cara supe que algo pasaba y no dudé en preguntarlo. Sus palabras me rodearon amenazadoras, se creían una gran nube de oscuridad cuando realmente no eran más que polvo diluido.
Me atravesaron, pero no me cortaron. Y eso fue lo que más me asustó.
Cierto es que apenas había cimientos sólidos que arrasar. Lo que se había depositado dentro de mi fueron sedimentos imaginarios y nada más. Pero el desconcierto me paralizó. Estaba enfadada, frustrada y herida en el orgullo.
Había un resentimiento hacia algo más genérico y subjetivo, una pregunta suspendida.
La noche me abrazaba y yo me zafaba de sus brazos tétricos y tentadores. Hoy no era día de caer en una cama de sábanas retorcidas.
Paseé arriba y abajo por las calles abarrotadas y no me dejé llevar por la marea.
Con los labios rojos, y el cuerpo en cuarentena me quedé sentada en el cruce de caminos esperando a ver si aparecía.